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+ 1430 aproximadamente, el filósofo Nicolás de Cusa asegura que cada estrella tiene sus habitantes

En el año 1430 aproximadamente, el filósofo Nicolás de Cusa asegura que cada estrella tiene sus habitantes, como los tiene la Tierra, que no hay distinción entre la materia celeste y la sublunar, ya que el Universo sin ser infinito, no tiene fronteras y no puede tener centro. La curiosa idea, para su tiempo, que no existía centro del Universo era una anticipación de lo que habría de llegar siglos más tarde, concretamente en el siglo XX.





Fuente: mercaba

Nicolás de Cusa

Seis siglos de filosofía moderna

Por Julián MARÍAS, de la Real Academia Española


HACE exactamente seiscientos años, en 1401, nació Nicolás de Cusa, que vivió hasta 1464. Si hubiera que señalar el momento en que comenzó de verdad la filosofía moderna, habría que centrarlo en la obra de este Cardenal Cusano, en el cual se encuentra toda una serie de anticipaciones, con un acierto sorprendente. Su libro principal, «De docta ignorantia», presenta un nombre excelente para la filosofía. La aparentemente paradójica unión del adjetivo y el sustantivo refleja admirablemente lo que ha sido siempre la filosofía: docta ignorancia, perpetua interrogante, desconocimiento, cuestiones abiertas, después de pensarlas largamente, de hacer inauditos esfuerzos para ponerlas en claro; es lo que quiere decir que se trata de una ignorancia docta.

El primer acierto de Nicolás de Cusa es que su pensamiento no representa una ruptura; casi todas significan alguna medida de retroceso, de olvido de la continuidad. Se apoya en lo más vivo del pensamiento anterior: el maestro Eckehart y la mística especulativa. No desconoce la gran labor de la Escolástica hasta comienzos del siglo XV, pero va acumulando innovaciones sosegadas, que podríamos llamar respetuosas, y por eso fecundas. Distingue diversos modos de conocimiento: los sentidos («sensus»), imágenes insuficientes; lo que llama «ratio»; por último, el «intellectus». En la tradición idealista alemana, tan posterior, «ratio» equivale más bien al entendimiento, «Verstand», y el «intellectus» a la «Vernunft». Con ayuda de la gracia sobrenatural, Nicolás de Cusa cree que el «intellectus» conduce a la verdad de Dios. La «ratio» no pasa de la diversidad de los contrarios; mediante el «intellectus» llegamos a la intuición de la unidad de Dios, que es coincidencia de los contrarios, «coincidentia oppositorum». No estamos demasiado lejos de la visión hegeliana.

El Cardenal Cusano distingue entre la mente divina y la humana. En la primera están todas las cosas en su verdad; en la humana están como en imagen o semejanza de la verdad propia; en la mente divina están los ejemplares de las cosas; en la nuestra, sólo sus semejanzas. Es como la diferencia entre hacer y ver; el conocimiento humano no llega a apropiarse de la cosa misma, sino de algo semejante a ella. Por eso emplea la palabra «asimilación». No se llega a la deseable «adaequatio».

Un rasgo claramente renacentista de Nicolás de Cusa es su vivo interés por el mundo, que es un despliegue o «explicatio» de Dios. Por eso el mundo es teofanía, manifestación de Dios. Llega a fórmulas originales. El mundo es como una infinidad finita o un Dios creado, «Deus sensibilis», y llama al hombre «deus occasionatus». Expresiones originales, atrevidas, innovadoras. Nicolás de Cusa valora el mundo, acaso el mejor, idea que reverdecerá en Leibniz. Hay que advertir que en él se inicia, a diferencia de los griegos, para quienes lo infinito era indeterminación, la valoración positiva del infinito, que culminará en Giordano Bruno y en casi todo el pensamiento de la Edad Moderna. Pero, por otra parte, Nicolás Cusano afirma la realidad individual, que refleja como un espejo el universo. ¿No hay una anticipación de la fórmula leibniziana «particula in minima micat integer orbis»? Y estas unidades tienen variedad porque Dios no se repite nunca.

No menos original es su idea de la mente; la interpreta como ligada a la «mensura», a la medición. La física moderna y el humanismo tienen un nacimiento común. Si la mente divina es entificativa, la humana es «vis assimilativa»; parece una clara anticipación de la «vis repraesentativa» de Leibniz.

En la obra de Nicolás de Cusa, tan racional como razonable, podríamos decir que, exenta de la tentación de racionalismo que acecha a todo el pensamiento moderno, hasta el descubrimiento de la razón vital o viviente, superación de la razón abstracta, aparece en continuidad, sin ruptura ni extremismo, casi todo lo que va a ser el pensamiento de los siglos siguientes. Creo que su moderación, su ausencia de rupturas y extremismos, ha hecho que se pase bastante por alto la significación de su figura. Evitó todo escándalo; sus fórmulas, tan innovadoras, tan anticipadoras, no son estruendosas ni escandalosas. El pensamiento moderno ha dado frecuente primacía a lo detonante, a lo expresamente innovador. El cúmulo de innovaciones que representa la docta ignorancia del Cusano, empezando por lo que tiene de discreta definición de lo que es filosofía, ha hecho que su valor creativo quede en relativa penumbra. El nombre de Nicolás de Cusa no está en la primera fila de la atención; no es un nombre «famoso»; hay que buscarlo con atención y hay una evidente propensión a dejarlo en la sombra.

Ya no estamos en la Edad Moderna; al volver los ojos sobre ella descubrimos, junto a sus innumerables excelencias, sus limitaciones, o más bien sus excesos; urge una revisión de todo ese largo periodo, desde la filosofía hasta la política, desde sus afirmaciones hasta sus negaciones o sus olvidos. No sería mala idea repensar la Edad Moderna desde este comienzo, lleno de perspicacia y de moderación, que fue Nicolás de Cusa. En muchos sentidos es un ejemplo. Fue un enorme innovador, antes de que se desarrollara el prurito de «originalidad», que ha sido tan devastador a lo largo de los siglos XVI a XIX.

Al empezar este nuevo milenio, parece aconsejable volver los ojos a este gran creador que se limitó a innovar sin hacer alarde de ello. Sorprende la magnitud de sus aciertos; pero el acierto es la aproximación a la verdad, la verdadera pretensión de toda filosofía.

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