Uno de los elementos fundamentales en llegar a ser lo que somos, es el tener, en términos relativos a nuestro tamaño corporal, un cerebro grande y equipado con un número considerable de neuronas: 86 mil millones, según cálculos recientes, contra los 28 mil millones de nuestros parientes más próximos, los chimpancés. Un cerebro que les permitió a nuestros ancestros desarrollar todas las capacidades que en el curso de millones de años los han convertido en los humanos que piensan, se relacionan, compiten, componen sinfonías, curan enfermedades y, que inventan tantas cosas que no alcanzaría el tiempo para nombrarlas.
El cómo se llegó a disponer de esa pequeña masa gelatinosa con casi 1400 centímetros cúbicos y que cabría en una mano, es algo que no deja de sorprender. El cerebro humano no es el más grande en el reino animal pero sí el que empaqueta con mayor eficiencia los diferentes tipos de neuronas y el que establece las redes más complejas entre ellas. Para nosotros es un hecho natural hacer uso de nuestro órgano más preciado, el segundo según lo considera con su buen humor Woody Allen, sin detenernos a pensar que no siempre fue así.
Hace 4.4 millones de años existió en el África un homínido que caminando erguido tenía un cerebro similar a un chimpancé, Ardiphitecus ramidus, Ardie. El caminar erguido redujo su cavidad torácica y con ella su aparato digestivo. El alimento con hierbas y ocasionales insectos que aportaban proteína no fue suficiente y acabó llevándolo a la extinción, como a tantos otros que le sucedieron en el experimento.
Habrían de pasar unos millones de años más hasta que apareciera Homo erectus, y él sí haría la gran revolución, incorporar la carne a su dieta. Su cerebro llegó a tener 1000 centímetros cúbicos y la mandíbula y los dientes de un tamaño menor. Antes se habían hecho otros intentos por mejorar la dieta, extrayendo médula ósea de huesos de animales o peleando con las hienas los restos dejados por los grandes cazadores felinos.
“Comer carne siempre ha sido considerada una de las cosas que nos han hecho humanos, con la proteína contribuyendo al crecimiento de nuestros cerebros”, dice Charles Musiba, profesor asociado de antropología en la Universidad de Colorado y uno de los autores de un artículo aparecido en la revistaPLOS ONE donde se informa que el consumo de carne se inició hace 1.5 millones de años.
Un fragmento de hueso, de unos 6 centímetros de largo fue encontrado en La Garganta de Olduvai, en Tanzania, el sitio que se puede considerar “la cuna de la humanidad”. El hueso pertenece a un infante de 2 años y muestra signos de osteoporosis simétrica, una alteración ósea asociada con anemia, debida, según el estudio, a la falta de carne en la dieta. “La presencia de osteoporosis asociada con anemia indica indirectamente que al menos en el Pleistoceno temprano la carne se había vuelto tan esencial para el funcionamiento adecuado en los homínidos, que su pérdida llevó a una condición patológica deletérea” señala el estudio.
Pero el consumo de carne no es por sí mismo una condición única para lograr el crecimiento cerebral. Algunos simios comen esporádicamente carne y siguen anclados en su estado.
Es el procesamiento de la carne lo que al final importa. Richard Wrangham, primatólogo de la Universidad de Harvard viene defendiendo desde hace años la hipótesis de que nuestros ancestros, después de procesar la carne reblandeciéndola a palos, pasaron a cocinarla con el fuego que habían domesticado. Su idea se basa en que una carne cocida necesita una inversión menor de energía para extraer las calorías que hicieron posible ese crecimiento notable del cerebro.
Para comprobar sus ideas, Wrangham se fue al laboratorio pero no encontró casi nada que le ayudara a entender el impacto nutricional de cocinar. Inició una colaboración con el fisiólogo Stephen Secor de la Universidad de Alabama quien estudia la fisiología y el metabolismo de anfibios y reptiles. El equipo de Secor alimentó serpientes pitón con las siguientes dietas: carne molida cocida, carne entera cocida, carne molida cruda o carne entera cruda. Las pitones alimentadas con carne cocida gastaron 12.7% menos energía digiriéndola y 23.4% si estaba molida y cocida.
El calor del cocimiento gelatiniza la matriz de colágeno en la carne animal y abre las moléculas de carbohidratos que están muy empaquetadas en los vegetales, haciendo la absorción mucho más fácil. Nuestros ancestros debieron aprender a aderezar sus comidas con vegetales asados multiplicando así sus fuentes nutritivas. Pasaron a necesitar menos tiempo masticando (los chimpancés necesitan 5 horas), tiempo que pudieron dedicar a otras cosas, a alejarse mucho más de la vida salvaje, organizando y planificando sus tareas futuras.
La carne desempeñó un papel esencial en el desarrollo cerebral. Lo hizo hace millones de años y lo sigue haciendo pues el cerebro es un órgano voraz en energía. Consume el 20% de la totalidad de la de un cuerpo en reposo y necesita reposición continua para seguir funcionando.
Hay quienes dicen que la carne ya no es necesaria y que se puede prescindir de ella; sin embargo, es un hecho que sigue siendo esencial, sobre todo para los infantes. Cada vez que pensamos en el beneficio que nos trajo al habernos liberado de andar a cuatro patas buscando comida entre la hierba y estancados como nuestros primos los chimpancés, le hacemos unas buenas reverencias a la estufa en la cocina.