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** ENTREVISTA: La vida del Sol. Hablando con Mario Tafalla.

Fuente: Cienciaes
Los mineros siempre se han quejado del calor que reina en las profundidades de la Tierra, a medida que las galerías se alejan de la superficie, parecen acercarse al infierno. Un naturalista francés del siglo XVIII llamado Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, escuchó las quejas de los mineros y decidió encontrar una explicación. Después de mucho cavilar, llegó al convencimiento de que el interior de la Tierra debe estar muy caliente, probablemente fundido. El calor que notan los mineros -pensaba Buffon- emana del núcleo y va escapando poco a poco hacia el espacio a medida que la Tierra se enfría.

En 1778, cuando Buffon pensaba esas cosas, la edad de la Tierra, y del Universo entero, parecía no tener secretos, especialmente para aquellos que consideraban la Biblia como única fuente de inspiración. Siglo y medio antes, el arzobispo James Ussher había tenido la santa paciencia de calcular, generación tras generación, el tiempo de vida de todos los personajes que se mencionan en el Libro Sagrado. Proclamó a los cuatro vientos el resultado de sus pesquisas: "Dios creó el Mundo el 27 de octubre el año 4004 AC".

Buffon, que no era un creyente fácil de convencer, hizo caso omiso de tales cálculos y decidió hacer los suyos propios. Tomando como base el calor que sofoca a los mineros en las profundidades, decidió calcular el tiempo que tardaría en enfriarse la Tierra si inicialmente hubiera sido una bola de lava fundida. En su laboratorio, modeló varias esferas con materiales terrosos, las calentó y midió el tiempo que tardaron en enfriarse. Extrapolando los datos llegó a la conclusión de que la Tierra debía tener entre 75.000 y 168.000 años. La Iglesia Católica no pudo soportar semejante osadía y tomó medidas: condenó a Buffon y ordenó quemar todos sus libros.


En 1859, Darwin entró en escena poniendo las cosas más difíciles a los que interpretaban la vida a golpe de Biblia. No sólo puso en duda que las especies fueran creadas tal como son en la actualidad, sino que volvió a cuestionar la edad de la Tierra. En su libro "El origen de las especies" defendía que las criaturas han evolucionado a partir de un ancestro común, un proceso lento que habría requerido miles de millones de años para llegar a la diversidad de vida actual. No obstante, no pudo aportar ninguna prueba que corroborara sus sospechas.




A finales del siglo XIX, en Montreal, Canadá, un enérgico experimentador llamado Ernest Rutherford descubrió una novedosa fuente de energía llamada radiactividad y con ella un reloj para medir la edad de la Tierra. Rutherford demostró que un trozo de radio del tamaño de un terrón de azúcar era capaz de fundir su peso en hielo en una hora, ¡y podría seguir haciéndolo durante mil años o más! Al desintegrarse, los materiales radiactivos se convierten en otros a un ritmo concreto. Midiendo la proporción entre la cantidad de elemento original y la cantidad de elementos "hijos" Rutherford logró calcular la edad de las piedras que los contenían.


Cuentan que un día Rutherford se dirigió al profesor de geología con una piedra negra en la mano. <<>> El profesor respondió las mejores estimaciones de los geólogos: cien millones de años. <>


La radiactividad era, pues, la energía perdida que había proporcionado calor a la historia de la Tierra desde el inicio de su vida como planeta. A partir de ese momento, la Tierra fue envejeciendo a marchas forzadas. En estos momentos se acepta que nuestro planeta tiene cerca de 4.600 millones de años de edad. El dato concuerda con diversas mediciones, entre ellas las de las rocas que los astronautas del Apolo trajeron de la Luna.


Para el conjunto del Sistema Solar la edad aceptada es de 5.000 millones de años, conclusión que coincide con la que los astrofísicos asignan al Sol.


Una vez despejada la incógnita de la edad de la Tierra, muchos científicos miraron al Sol. Sabían su edad pero faltaban muchas preguntas por responder: ¿cómo nació?, ¿durante cuánto tiempo brillará?, ¿cómo será su muerte? Éstas son las preguntas a las que responde Mario Tafalla, astrónomo del Observatorio Astronómico Nacional.

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